sábado, enero 27, 2007

LOS OTROS CAMPOS, LAS OTRAS VÍCTIMAS

Pronto llegará la fecha. Y las conmemoraciones. Y la sentida celebración de su liberación. 27 de enero de 1945. Auschwitz. Nadie ha olvidado aquel horror. Las víctimas que perecieron tienen el eterno recuerdo de la comunidad internacional; los que lograron sobrevivir, la solidaridad ante su dolor. Los verdugos nazis fueron juzgados y condenados en Nuremberg. Y durante décadas, perseguidos en muchos países. Auschwitz es el símbolo de la barbarie nazi. Seis millones de asesinados.

Pero hubo otros campos.

Son los campos que nadie conoce, las otras víctimas por las que nadie guarda silencio o enciende velas. Ningún Jefe de Estado, ningún Primer Ministro, se toman la molestia de nombrarlos, mucho menos de proponer conmemoraciones allí donde sufrieron las más aberrantes torturas. Pregunten a alguno de ellos qué saben sobre Kolymá. Ni siquiera sabrán qué es y, mucho menos, ubicarla en el mapa. Apenas hay condenas para sus ejecutores. Para vergüenza de las autoridades, se erigió un busto en 1989 al fundador de Kolymá, Eduard Berzin, en la plaza central de Mágadam. Por si fuera poco reconocimiento, también una calle y una escuela llevan su siniestro nombre. A otros depredadores se les ofrecieron pensiones estatales, como a Mólotov y Kaganóvich que vivían cómodamente en Moscú a costa del Estado en los años ochenta.

Pero Kolymá existe. Y las Solovki. Y los campos de concentración que en aquella región siberiana y en esas remotas islas acabaron con la vida de miles de víctimas. Vorkutá, Karaganda y tantos otros monumentos del horror comunista fueron reales, por mucho que no aparezcan ni en los libros de texto en que estudian Historia nuestros hijos ni en los telediarios ni en las películas de Hollywood.

En ningún libro de texto, en efecto, se les hablará del vértigo que sintió Eugenia Ginzburg desde que fue citada como sospechosa, acorralada bajo acusaciones imaginarias —“enemigo del pueblo”—, como se sintió tal vez el Josef K. de El Proceso de Kafka o el Winston que Orwell imaginó en su novela 1984. También se ocultará lo que vio Varlam Shalamov en Kolymá, los miles de cadáveres esqueléticos congelados que las palas mecánicas trasladaban de una fosa común a otra. Tampoco oirán nunca los recuerdos de Witold Augusewicz en Vorkutá, sobre todo aquel que le lleva al 1 de agosto de 1953 en que escapó, milagrosamente, de la lluvia de balas que escupían las ametralladoras del ejército, masacrando a indefensos presos que se habían sublevado en uno de los campos.

Durante mucho tiempo la cegada izquierda negó, por ser “mentiras del imperialismo”, lo que afirmaban los perseguidos que podían escapar del otro lado del Telón de Acero. Después de la confesión de Nikita Krushev en el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956, que reconocía las masacres sucedidas en la época de Stalin, se quedaron mudos nuestros marxistas de pacotilla. Algunos aún se aferraron a su dogmatismo, como el soporífero Juan Benet que echó pestes por las declaraciones de Alexandr Solzhenitsyn cuando vino a presentar en 1976 su Archipiélago Gulag a España, en el que relataba su experiencia en los campos de concentración soviéticos. Solzhenitsyn comparó la dictadura comunista de la URSS con la franquista, y dijo que en esta última existían cotas de libertad inimaginables en el régimen soviético. Algo obvio, por otra parte. El intelectualoide Benet, en Cuadernos para el Diálogo, dijo, entre otras cosas, lo siguiente: “Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsyn, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Solzhenitsyn no puedan salir de ellos”.

Me imagino lo que podría sentir el disidente soviético y otras víctimas de tan destructivos sistemas totalitarios cuando, tras años de sufrir en sus propias carnes el Gulag, escucharan semejantes barbaridades por parte de la progresía europea. Según Solzhenitsyn, nunca le habían tratado peor; dijo que para él fue como si le hubieran echado vinagre en las llagas.

Cuenta Margarete Buber-Neumann que cuando fue liberada de Ravensbrück, en su regreso a casa se encontró con prisioneros comunistas franceses, también liberados. Les narró su detención en Moscú, tras haber huido de la Alemania nazi buscando el cobijo que todo comunista soñaba con encontrar en la Unión Soviética. Les habló de los años pasados en los campos de concentración de Siberia, de su repatriación forzosa a Alemania, en manos de la Gestapo, donde acabó en Ravensbrück; de la Gran Purga, de la similitud entre Hitler y Stalin. Aquellos comunistas franceses reaccionaron con incredulidad y cierta frialdad y siguieron confiando en que la URSS era un paraíso para los trabajadores.

Tras la implosión de la URSS, estos nuevos sermoneadores sin alzacuellos nos decían, ellos tan kantianos, que lo verdaderamente importante había sido la intención, la ideología, que lo que había fallado era su aplicación. Curioso que esa aplicación fallara siempre: China, URSS, Camboya, Vietnam, Corea del Norte, Cuba, Etiopía, Angola, Afganistán, Alemania Oriental y los demás satélites europeos de la URSS… En todos ellos más de lo mismo: cárcel, tortura, campos de concentración, hambrunas, ausencia de derechos, miseria generalizada, propaganda estatal, genocidios. Bajo la atenta mirada del Gran Hermano de turno, siempre vigilante.

Se dio un paso adelante cuando, en enero de 2006 —más vale tarde que nunca—, el Consejo de Europa aprobó la primera condena internacional de los crímenes de las dictaduras comunistas en la que se reconocía que “los regímenes comunistas totalitarios que funcionaban en Europa central y oriental el siglo pasado, y que aún existen en varios países del mundo, han estado marcados sin excepción por violaciones masivas de los derechos del hombre”. Y añade que “los crímenes en cuestión no han sido condenados por la comunidad internacional, como fue el caso para los crímenes horribles cometidos en nombre del Socialismo Nacional (nazismo).” Sin embargo, las reacciones en contra no se hicieron esperar por parte de los comités de algunos partidos comunistas. Negar el Holocausto es delito en varios países. Negar los crímenes comunistas sale todavía gratis.

Por eso, cuando por televisión se emitan en estos días las terribles imágenes de los cadáveres andantes liberados en Auschwitz, hemos de reconocer en ellos a las víctimas de todos los campos. Sin olvidar ninguno, independientemente de la ideología que lo sustentara. Sin mantener un silencio cómplice que dura ya demasiado tiempo.

Se lo debemos a Eugenia, Solzhenitsyn, Margarete Buber-Neumann… y a tantas personas que sufrieron el Lager o el Gulag. Sin olvidar a ninguna. En memoria de todas ellas.

jueves, enero 11, 2007

En este libro se recogen decenas de fotografías tomadas en los campos de concentración que emergieron como champiñones por todos los rincones de la extinta Unión Soviética. El fotógrafo y periodista polaco Tomasz Kizny, a través de esta fantástica recopilación que le ha llevado más de quince años de investigación, nos revela en algunas de las instantáneas el horror en los rostros de los condenados en aquellos monumentos de la depravación humana.
También merece la pena destacar uno de los tres prólogos que inician el libro. En él, Jorge Semprún desmenuza brillantemente los curiosos motivos por los que la izquierda europea estuvo cegada durante años ante la barbarie soviética. Cuando las tropas de la Unión Soviética liberaron Auschwitz, se pensó que esa nación era una aliada más que había acabado con el nazismo. Nada más lejos de la realidad. Stalin no era más que el alter ego de Hitler. Muchos de los prisioneros que eran liberados de los lager nazis pasaban directamente a los gulag soviéticos.
Algunos todavía hoy se sorprenden de que el Consejo de Europa, por fin, haya aprobado en enero de 2006 una resolución de condena de los crímenes comunistas. En algunos países, negar el holocausto es delito. Me temo que negar los crímenes de los regímenes comunistas sale todavía gratis.