Paralelo 38: la frontera entre dos mundos
David Jimenez (Enviado especial) | Incheon (Corea del Sur)
Diario El Mundo, domingo 28/11/2010
Observe una imagen de la península coreana tomada por satélite. La mitad sur aparece iluminada como una bombilla. Son los cafés, karaokes, oficinas, casas y carreteras. En el norte, la oscuridad más absoluta. Es un contraste que no disminuye cuando uno se acerca a ambos países a ras de suelo.
He visitado las dos Coreas en el plazo de dos meses y tengo la sensación de haber estado en dos mundos diferentes. En el norte me he encontrado avenidas sin apenas coches, industrias anticuadas, nulo acceso a nuevas tecnologías como Internet y una dictadura que reprime a su gente de forma enfermiza. Aquí, en el sur, empresas como Samsung o LG han convertido su país en el mayor exportador de electrónica del mundo, la penetración de Internet de banda ancha es mayor que en EEUU o Europa y los ciudadanos disfrutan de libertad. Y la están aprovechando: para convertirse en el nuevo imperio cultural de Asia, donde su música, cine y arte son imitados desde Bangkok a Pekín. Cuesta pensar que ambas naciones fueron una sola, unida e independiente, entre los siglos VII y XX. Ayer, en términos históricos.
Hay otra forma más personal de explicar la diferente evolución de los dos pueblos enfrentados desde que la península quedó dividida en un norte comunista y un sur capitalista, tras el final de la II Guerra Mundial. Un señor Kim del sur, por escoger el apellido más común a ambos lados, gana 14 veces más, mide una media 7,6 centímetros más y tiene 13 años más de esperanza de vida que un Kim del norte. Las diferencias, en lugar de acortarse, aumentan cada día.
Que la península permanece dividida por algo más que el paralelo 38, la línea que hace de frontera, lo saben bien las familias que han permanecido separadas cerca de seis décadas. Sólo en Corea del Sur viven 600.000 personas con familiares en el norte. Padres a un lado e hijos al otro. Hermanos que no se han visto desde hace más de cinco décadas. Enamorados que no volvieron a encontrarse. Unos y otros viviendo a una distancia que se podría recorrer en unos pocos minutos y que, sin embargo, permanece insalvable.
Un drama humano
El pasado mes de septiembre, en uno de los breves momentos de distensión que llevan a Pyongyang a permitir reencuentros personales, Yoon Ki Dal fue empujado en su silla de ruedas al otro lado de la frontera, llegó al monte Geumgang, en Corea del Norte, y se reencontró con tres hijos a los que no había visto desde 1951. El anciano, de 88 años, fue conducido de regreso poco después, pero lo hacía 'feliz de haberles visto una última vez antes de morir'. Por encima de la diplomacia y los choques militares, de la geopolítica y la política, Corea es un drama humano. Repetido, una y otra vez. Al norte y sur de la frontera.
Las reuniones familiares se han terminado por ahora. La tensión ha vuelto después de que el pasado martes Pyongyang atacase con una lluvia de obuses la isla surcoreana de Yeonpyeong, matando a cuatro personas. Tambores de guerra vuelven a sonar en el Mar Amarillo y con ellos se agota un tiempo preciado. La brecha en el desarrollo entre las dos Coreas quizá podría llegar a acortarse si se dieran las circunstancias adecuadas, pero el reloj ha iniciado la cuenta atrás hacia la separación definitiva. Es una cuestión emocional. Y, sobre todo, generacional.
Los jóvenes surcoreanos ya no se sienten parte de una misma Corea, como sus padres. Han nacido y crecido en Corea del Sur, viven en la abundancia y la tecnología, no se identifican con sus primos del norte y no creen tener nada en común con ellos. Varios de ellos, reunidos en la entrada de la Universidad de Incheon, se sobresaltan con la mera posibilidad de que se cumpla el sueño de los nostálgicos. ¿Reunificación? Estudiantes como Lee Seung Jun, que busca graduarse como ingeniero de telecomunicaciones, no quieren siquiera pensar en ella. 'No sé qué ganaríamos. Nos harían más pobres. Son diferentes. No funcionaría', dice sin dejar de atender su teléfono móvil de última generación, una de las muchas cosas a las que un chico de su edad no tiene acceso en Pyongyang.
El tiempo juega en contra por la sencilla razón de que se ha detenido en el norte y avanza a velocidad de vértigo en el sur, agrandando la separación sentimental a lo largo del paralelo 38. Los jóvenes de la facultad surcoreana me recordaron enseguida a los que conocí dos meses antes en la Biblioteca Kim Il Sung de Pyongyang. Se encontraban estudiando, como es obligado, las obras de sus déspotas y jugando con viejos ordenadores desfasados. Me había librado brevemente de mis guías-espía, que te acompañan allí donde vas, y se acercaron para lanzar una batería de preguntas sobre cómo era el mundo fuera de Corea del Norte. Sus sueños y aspiraciones, su afán creador, su futuro, todo había quedado atrapado entre los barrotes de esa inmensa cárcel del pensamiento único que es su país. Y creo que eran conscientes de ello.
Los estudiantes de la capitalista Corea del Sur no están exentos de problemas o de los efectos de unos cambios demasiado rápidos para ser asumidos sin tropiezos. Obsesionados por los videojuegos o la última ropa de marca, afrontan el mundo acomodados y con prioridades discutibles. Pero han recibido la libertad para crear y desarrollarse como personas. Son dueños de su propio destino. Sólo cuando sus hermanos del norte puedan decir lo mismo, y disfruten de las oportunidades de una sociedad libre, la brecha material y emocional que parte en dos la península habrá empezado a reducirse. Y el sueño de una Corea unida dejará de ser una quimera.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home