viernes, mayo 18, 2007

EL DÍA DE DESPUÉS

Daniel Jonah Goldhagen nos explica, en su imprescindible libro Los verdugos voluntarios de Hitler, el significado de la palabra ‘perpetrador’: «Un perpetrador es quien, a sabiendas, contribuyó directamente a las matanzas de judíos». Para Goldhagen, tan perpetrador de la matanza genocida era quien disparaba desde un pelotón de fusilamiento como el simple maquinista de tren que conducía, a sabiendas de su destino, a miles de judíos hacia los campos de concentración.

Ningún holocausto puede entenderse si no es desde el punto de vista psiquiátrico. De vez en cuando, la psique colectiva enferma. La locura alemana no fue más que la expresión más sanguinaria del ancestral antijudaísmo europeo. La Europa cristiana nunca perdonó a los judíos negar a su Cristo. Mucho menos, matarlo. Sólo así pueden explicarse las fantásticas creencias que circulaban entre los habitantes europeos acerca de los judíos: les acusaban de hacer pactos con el diablo, de envenenar pozos, de generar la peste... Goldhagen nos relata cómo alemanes corrientes dieron rienda suelta a un odio irracional a través del crimen, en una espiral psicótica colectiva.

La pregunta que me asalta es la siguiente: ¿qué ocurrió con todos aquellos perpetradores anónimos, que no comparecieron ante ningún Nuremberg, cuando la macabra función terminó? En los últimos momentos de La lista de Schindler, Spielberg nos ilustra: tras la rendición alemana, los soldados nazis que custodian la fábrica despiertan del espeluznante delirio y, sumisos, retornan a casa sin causar el más mínimo daño a los judíos de Schindler. Cómo pudieron vivir después los que, directa o indirectamente, propiciaron el genocidio, lo desconozco. Los mecanismos para expiar la culpa son variados. De entre ellos, el más radical es el suicidio. Tal vez, también, el más digno.

La paranoia terrorista de ETA y sus secuaces acabará algún día. Igual que pasó con la pesadilla nazi. A partir del día siguiente de la muerte de la banda criminal, los perpetradores en el País Vasco se enfrentarán a una nueva realidad. Por ejemplo: el vecino del quinto ya no tendrá que dejar enfriarse la comida porque su mujer y su hijo han visto al vecino de abajo, el del cuarto, el concejal del PSOE o del PP, acercarse al bar de enfrente, inesperadamente sin escolta. Y, claro, los nervios de la decisión, la llamada al enlace, la espera, la visión del comando asesino tras los visillos, el estruendo de los disparos... quitaban a uno el apetito. A pesar de que la ekintza hubiera sido un éxito. Todo por la Patria.

Cómo reaccionarán los perpetradores vascos ante la nueva situación, es una incógnita. Es posible que se empleen mecanismos reparadores no demasiado extremos: la confesión piadosa ante algún sacerdote amigo, comprensivo con la causa nacionalista, podría ser el más socorrido. O, tal vez, intenten diluir su evidente responsabilidad individual en el maremágnum de la responsabilidad colectiva. «Yo no quería hacerlo, pero en aquella época todos mis amigos lo apoyaban». En ese totum revolutum fuenteovejunesco nadie se considerará culpable. Puede, sin embargo, que purguen sus faltas mediante el llanto sordo, continuo, eterno de sus avergonzadas almas. También es posible que los mecanismos expiatorios sean mucho más radicales. Así, quizá las tierras vascas se pueblen de sombras andantes que vaguen por las calles, asidas a un bastón, después de imitar a un rey griego llamado Edipo. O, tal vez, las ramas de los árboles de los bosques vascos se colmen de miles de insólitos frutos, hediondos, de los que ninguna alimaña osa alimentarse: aquellos que penden de ásperas sogas, mecidos suavemente por el viento de la infamia, y que brotan a causa del remordimiento y la desesperación.