Sale a la terraza y observa la ciudad, dormida plácidamente. Abajo,
unos gatos buscan comida en los contenedores, antes de que el camión de la
basura los vacíe en su fétido vientre. De vez en cuando, pasa algún transeúnte
y los pequeños felinos abandonan momentáneamente su festín, escondiéndose entre
los arbustos. Germán desvía la mirada hacia las entrañas de Madrid, allá a lo
lejos. Enciende un cigarro. Y comienza a recordar, como otras veces.
Inés tiene rasgos de Candela; sobre todo, se parece en los ojos.
Aquellos ojos azules, enormes, que tanto llamaban la atención. Germán tampoco
pudo resistirse a su magnetismo y un día, al salir del trabajo, se acercó a
ella y le propuso que fueran a tomar unas cañas.
—Mañana es fiesta. No hay que madrugar. ¿Te animas?
—Vale, yo conozco un sitio cerca —propuso Candela, encantada—. En la
plaza de Santa Ana. Se llama La Moderna. Ponen unos canapés de pavo que
están buenísimos.
—Pues habrá que probarlos.
Mientras aspira el humo del segundo cigarro, acodado en la barandilla,
Germán busca con la mirada la plaza de Santa Ana. Es aquella. Piensa que allí
besó a Candela por primera vez. Antes tomaron muchas cañas, tal vez demasiadas.
Efectivamente, los canapés de pavo eran irresistibles. Además, cenaron una
ensalada de olivas negras, tomate, cebolla y queso blanco. Todavía se acuerda
de su sabor a albahaca. Los labios de Candela también le supieron a albahaca
cuando los selló con el primer beso.
—Sabes a hierbas —le dijo.
—Tú también —respondió Candela, satisfecha, los ojos chispeantes.
Germán ha dejado caer, sin querer, el cigarro desde la terraza. Ese
pequeño descuido lo ha sacado de aquellos imborrables momentos y lo ha devuelto
a la realidad. Además, ha creído que lo llamaba Inés. Aguza el oído, pero no
escucha nada. Se tranquiliza. Enciende otro cigarro. Y vuelve a ver a Candela
frente a él.
Más tarde, fueron a tomar una copa a un pub cercano. Allí, entre sorbo
y sorbo de güisqui, se besaron y se abrazaron, bailaron y se rieron, hablaron
mucho, con las lenguas de trapo que les había puesto el alcohol... El piso de
Germán estaba cerca y Candela se marchó con él, las manos en su cintura, como
cantaba Adamo. Desnuda y borracha, la mujer se durmió al poco de tumbarse en la
cama. Germán se acostó a su lado y se conformó con pegarse bien a su cuerpo
tibio, abrazarla y darle besos pequeñitos en la nuca. También Germán se durmió
pronto. Todo comenzó aquella noche. Han pasado desde entonces siete años.
Germán repite para sus adentros «siete años» y siente vértigo. La
ciudad, de pronto, ha comenzado a dar vueltas. Le flojean las piernas y no
tiene más remedio que tumbarse en una de las hamacas de la terraza. Pronto nota
un cierto alivio. Respira profundamente y mira al cielo sin estrellas. Los
cielos de las grandes ciudades, como Madrid, no están punteados de estrellas.
Por eso no pueden ser hermosos.
El cielo de Guadivia, en cambio, tenía todas las estrellas del
universo. Desde la Cruz Mayor, ubicada en un altozano del pueblo, Germán se lo
mostró a Candela una noche sin luna. La mujer se quedó pasmada; boquiabierta,
escuchaba las explicaciones de Germán, convertido en imprevisto guía
astronómico.
—Y aquellas de allí, ¿las ves?, aquellas que son muchas y están muy
juntas...
—¡Ah, sí! Ya las veo, sí.
—...se llaman Pléyades.
—¡Pléyades!
—Y esa otra es la Osa Mayor. Y aquella, la Estrella Polar. Es la que
indica el norte.
Guadivia quedaba a poco más de una hora de Madrid. Solían ir los fines
de semana a una casa rural, situada en la misma plaza, que alquilaban por un
buen precio. Entre sus gruesos muros, junto a la chimenea, Germán recorrió
infinitas veces la voluptuosa geografía del cuerpo de Candela. Una tarde,
después de haber hecho el amor, Candela le susurró a Germán al oído:
—Te quiero.
Germán no dijo nada. Apretó la cabeza de la mujer contra su pecho y
dejó escapar despacio el humo que regresaba de sus pulmones.
Germán siente rabia. Cuántas veces se habrá preguntado por qué no le
dijo lo mismo, yo también te quiero. Sin embargo solo lo pensó. Otra vez lo
visitan los remordimientos, esos demonios de garras afiladas que desde hace
tiempo lo quieren volver loco de dolor. No hay nada peor que la culpa, que se
lo digan a Edipo. Se incorpora y regresa al salón. Quiere ver de nuevo a Inés.
Se acerca otra vez al dormitorio, con sigilo. Bajo el dintel, la contempla
durante un buen rato. A punto está de tomarla entre los brazos y comérsela a
besos. Pero piensa que Inés sueña. Felices sueños, Inés, mi vida. Y descarta la
idea de despertarla.
Despertar a Candela era uno de los mayores placeres de los que
disfrutó en su vida. Ella era muy dormilona, podía quedarse en la cama hasta
muy tarde. Por eso, Germán la observaba dormir por las mañanas, la respiración
profunda y cadenciosa, y los morritos ligeramente entreabiertos y tentadores.
Él trazaba el contorno de sus labios con la punta de la lengua. Candela
devolvía los besos con besos torpes, inconscientes; a veces esbozaba una ligera
sonrisa. Germán continuaba besuqueándole el rostro, sobre todo las mejillas.
Candela, somnolienta, decía cualquier cosa, casi siempre carente de sentido. En
ocasiones, se enfadaba un poco. La lengua y los labios de Germán tomaban rumbo
sur, regocijándose en el tentador viaje. Candela abandonaba el mundo de los
sueños. Y gemía de placer. Más aún, de amor.
Cierto día, Candela confesó a Germán que quería tener un hijo.
—¿Un hijo? —preguntó este, desconcertado.
—Sí; bueno, si te digo la verdad, preferiría tener una niñita —aclaró
ella.
A Germán le daba igual el sexo que tuviera. Eso era lo de menos.
Germán nunca había deseado tener hijos. Lo tuvo claro desde siempre: lo de la paternidad
no iba con él. Cuando Candela lo descubrió, sintió que se le partía el corazón.
Pensó que un abismo insalvable se abría entre ellos. Candela estaba segura de
que nunca sería feliz sin un hijo. Una mañana de otoño, sentados en un banco
del Retiro, sobre una alfombra de hojas secas, Candela descubrió los fantasmas
de Germán derivados de sus peligrosos coqueteos con la filosofía.
—Lo mío es racional; lo tuyo, simple pulsión. La puta naturaleza que
os mete a las mujeres el instinto de tener hijos para que la especie se
perpetúe. A ver, si yo te preguntara por qué quieres tener un hijo, ¿qué me
responderías?
—No sé, Germán. Solo sé que lo quiero. Y que sea tuyo, nuestro. No
siempre es necesario tener razones.
—Depende. Si elijo un cuadro para el comedor, no. Pero si trato de
crear un ser consciente, un ser humano que ahora no existe, sí. Hay que estar
muy seguro de que esta vida merece la pena para despertar a la nada de su
letargo, para crear una materia consciente de sí misma. Me cuesta mucho pensar
que yo pueda ser cómplice de tal fechoría.
—¿Es que tú no eres feliz conmigo?
—Claro que sí. Pero también recuerdo los terribles dolores de mi padre
cuando el cáncer se lo comía por dentro; la interrogación enorme sobre su
cabeza poco antes de morirse, cuando ya solo era un esqueleto con piel.
Candela, yo soy de los que piensan que a esta vida venimos, con seguridad, a
sufrir. Lo del gozo es cuestión de suerte. Y la suerte es escasa.
La determinación de Germán le pareció a Candela inquebrantable.
Durante algunas semanas no volvieron a hablar del asunto. Aunque,
inevitablemente, tuvieron que volver a afrontarlo. Los dos habían reflexionado
durante ese tiempo y Germán intentó encontrar una solución.
—Mira, Candela, creo que yo estaría dispuesto a que adoptáramos un
niño. Uno de esos que están destinados a ser carne de cañón en el Tercer Mundo.
Al fin y al cabo, esos niños ya están aquí, yo no los he traído y sería buena
idea ofrecerles una vida mejor que la que puedan tener. ¿Qué te parece?
—Es difícil adoptar niños. Se requiere tiempo, mucho papeleo, dinero.
Pero, en fin, a mí tampoco me importaría. Sin embargo, Germán, eso no cambiaría
nada. Aunque adoptáramos alguno, yo siempre sentiría la necesidad de tener un
hijo mío. No quiero llegar a vieja sin haber sentido en mi interior una vida
que crece.
—A mí, en cambio, me da vértigo solo con pensarlo. Nunca podré
entender cómo es posible que donde no hay nada pueda haber después algo. Es
incomprensible para la razón.
—Hay tantas cosas incomprensibles, Germán, que, si hiciéramos caso de
esa manía tuya de tener que racionalizarlo todo, no nos levantaríamos de la
cama por las mañanas.
Germán amaba mucho a Candela y sabía que haría cualquier cosa por
ella. Aunque tenía fuertes convicciones, no podía imaginar que, por mantenerlas
a toda costa, pudiera perderla o hacer que ella renunciara a algo que
consideraba tan importante. El día en que Candela le anunció que estaba
embarazada se sintió, contra todo pronóstico, bien. Asustado, pero animado.
Llevaba ya mucho tiempo haciéndose a la idea, convenciéndose de que un hijo
estrecharía aún más la relación con Candela. Ella se lo dijo con cierta
inquietud, esperando con ansiedad su reacción. Al verlo sonreír, se abalanzó a
su cuello y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Ha comenzado a llover sobre Madrid. Es una de esas tormentas de
primavera, repentinas y feroces. Germán ha entrado en el dormitorio donde
duerme Inés y, con cuidado, ha bajado la persiana y cerrado la ventana. Los
truenos y el fuerte repiqueteo de la lluvia se oyen ahora menos. Inés ha
murmurado algo y Germán ha temido que pudiera despertarse. Se serena al
comprender que solo han sido palabras destinadas a los personajes de sus
sueños. Se apresura a correr las puertas de la terraza y se queda de pie con la
cara pegada al cristal, que es acribillado en un instante por infinidad de
gotitas que lo surcan veloces. Y contempla la lluvia incesante, monótona,
triste. Y recuerda una lluvia funesta, otra tormenta nocturna.
La niña venía con dificultad y las contracciones eran cada vez más
frecuentes y dolorosas. Los médicos dijeron que el cordón umbilical estaba
enrollado al cuello del bebé y que había peligro de que se pudiera estrangular.
Candela enloquecía de dolor; entonces no era habitual inyectar a las
parturientas la epidural. El ginecólogo de Candela se mostraba preocupado;
cuando se la llevó al quirófano aconsejó a Germán que permaneciera en la sala
de espera. Candela apretó la mano de su novio poco antes de ser conducida por
un pasillo desolado, con olor a fármacos y a bebés. Germán volvió a la sala y
aguardó, presa de una intranquilidad creciente, la vuelta de su mujer y de su
hija. Paseaba sin parar, se sentaba durante unos segundos y volvía a pasear,
fumando cigarro tras cigarro, a escondidas, consultando el reloj cada cinco
minutos. Al cabo de una hora y media, miró a través de una de las ventanas del
hospital y comprobó que estaba lloviendo. Se quedó un rato admirando la
tormenta, que había conseguido abstraerlo momentáneamente. Al poco, el ginecólogo
lo tocó levemente en el hombro y le anunció que su hija estaba bien. Tras una
pausa desgarradora, le comunicó que su mujer había muerto.
Los cinco años que han pasado desde entonces son los que tiene Inés.
Es terrible celebrar el cumpleaños de tu hija el mismo día en que se cumple el
aniversario de la muerte de tu mujer. Es macabro que te ofrezcan casi al mismo
tiempo a tu hija entre los brazos y a su madre dentro de un ataúd camino del
cementerio. Es inevitable tener durante algún tiempo un sentimiento de aversión
hacia tu propia hija, culparla de la ausencia definitiva de Candela. Germán no
puede dejar de odiar el instinto que la llevó a esa concepción maldita, ni de
arrepentirse por haber claudicado ante él. Es lógico que Germán repase y repase
su pasado, compulsivamente. Desde ese momento quiso saber el porqué, la clave
que pudiera darle alguna explicación medianamente inteligible. Sin embargo no
consigue encontrarla. Ya se lo dijo Candela: en la vida no todo se puede
entender con la razón humana.
La
tormenta es persistente; el cielo está cubierto por unas nubes densas y negras
que atenúan las primeras luces del amanecer. Una noche en blanco más que se
esfuma. Germán se despereza y se limpia los ojos. Acude de nuevo al dormitorio
de su hija. Esta vez no tiene escrúpulos. Se acomoda en la cama, levanta a Inés
y la aprieta contra él. La niña, adormecida aún, no entiende por qué su padre
la ha despertado y la abraza hasta casi hacerle daño. Al poco, sonríe cuando
escucha a Germán decirle felicidades y ve que le enseña una caja grande
envuelta con papel de regalo.